SEXTO CAPÍTULO: La educación universitaria en la Edad Media.
La educación universitaria:
"Tras el
trivium y el quadrivium, es decir, las artes y las ciencias, el estudiante culminaba
el ciclo de los conocimientos accediendo al nivel universitario.
La palabra «Universidad», que hoy aplicamos
con exclusividad a las casas de altos estudios, tenía por aquel entonces un
sentido mucho más general. La Europa misma se autodenominaba Universitas
christiana. Aquel término, que encontramos también referido a los municipios, a
los profesores y alumnos de los institutos de enseñanza, o a los artesanos de
una misma profesión y localidad, merece una explicación. Universidad viene de
«universus» o «versus unum»,
significando el conjunto de los que tienden a una misma cosa. La «universidad»,
en sentido lato, es, pues, una comunidad natural a la que pertenecen los que
cumplen un mismo oficio, o tienen una misión común.
La
Universidad, esta vez en sentido estricto, es una creación peculiar del Medioevo cristiano. Ni
los chinos, ni los indios, ni los árabes, ni siquiera los bizantinos montaron
jamás una organización educativa semejante. Concretamente, las Universidades
fueron creaciones eclesiásticas, prolongación, en cierta manera, de las
escuelas episcopales, de las que se diferenciaban por el hecho de que dependían
directamente del Papa y no del obispo del lugar. Los profesores, en su totalidad,
pertenecían a la Iglesia, y en buena parte a Órdenes religiosas. En el siglo
XIII, las ilustrarían sobre todo la Orden franciscana y la dominicana,
gloriosamente representadas por un S. Buenaventura y un Sto. Tomás. La
Universidad constituía un cuerpo libre, sustraído a la jurisdicción civil y dependiente
únicamente de los tribunales eclesiásticos, lo cual se consideraba como un privilegio que
honraba a esa corporación de élite.
a) Las
diversas Universidades: un propósito sinfónico.
La historia
de las Universidades comienza en París. Desde principios del siglo XII, era
París una ciudad de profesores y estudiantes. En el claustro de la catedral de
Notre-Dame funcionaba una escuela catedralicia, heredera del prestigio de la
escuela de Chartres, y en la orilla izquierda del río Sena, dos escuelas abaciales,
la de S. Genoveva y la de S. Víctor. El pequeño puente que unía entonces la
ciudad con la orilla izquierda del Sena, estaba repleto de casitas que se
llenaron de estudiantes y de profesores. Un día los profesores y alumnos
comprendieron que formaban una corporación, o sea, un conjunto de personas
dedicadas a la misma profesión. Y entonces hicieron lo que habían hecho ya los
zapateros, los sastres, los carpinteros y otros oficios de la ciudad: agruparse
para constituir un gremio. El gremio de profesores y estudiantes se llamó
Universidad. Enterado del hecho, el Papa la colocó bajo su amparo, y los Papas
posteriores resolvieron que sus estudios fueran válidos para todo el orbe
cristiano.
A mediados
del siglo XIII, vivía en París un maestro llamado Robert de Sorbon, canónigo de
la catedral y consejero del rey S. Luis. Preocupado por la situación de los estudiantes
pobres, le pidió al rey que le cediera algunas granjas y casas de la ciudad, y
agregando dinero de su propio peculio, fundó un Colegio para alojar a 16
estudiantes de Teología necesitados. El Colegio se llamó de la Sorbona, en homenaje
a su creador. La Universidad de París fue considerada como la más importante de
la Cristiandad, principalmente por la preeminencia que en ella se otorgaba a la
Teología, la reina de las ciencias.
Juntamente
con la Universidad de París, hemos de destacar, en el siglo XII, la de Bolonia,
especializada en derecho civil y canónico, que eclipsaría a las viejas escuelas
jurídicas de Roma, Pavía y Ravena, y que en su materia apenas tendría rival en
la Cristiandad. Si respecto a la Universidad de París, el Papa puso bajo su
amparo a la agrupación
de maestros y estudiantes defendiéndola del poder del obispo local, en Bolonia
sostuvo a las agrupaciones de estudiantes contra el poder de la municipalidad.
A esta Universidad acudieron los jóvenes de todos los países de la Cristiandad
que deseaban conocer el mundo de las leyes. Una característica muy especial suya
fue el influjo que en ella ejerció la rica burguesía comerciante, que veía el
estudio del Derecho como un instrumento para asegurar sus negocios. Máxime que
fue en Bolonia donde se reflotó una ciencia olvidada, el Derecho Romano, que
suministraría a los Emperadores argumentos en su lucha con el Papado. Dicho Derecho
venia en cierto modo a reemplazar el derecho consuetudinario, más anclado en
las tradiciones nacionales e impregnado de espíritu evangélico. En cierto modo,
las luchas entre el Imperio y el Papado fueron luchas del Derecho romano contra
el Derecho canónico.
Asuntos muy
diferentes interesaban a los numerosos alumnos que estudiaban en la Universidad
de Salerno. En esa ciudad del sur de Italia se conocían los libros de los
médicos que habían llegado de la vecina Sicilia durante el período en que la
ocuparon los griegos y los árabes. En 1231, el emperador Federico II, gran
admirador de la ciencia árabe, como dijimos anteriormente, prohibió que se
enseñara en cualquier otra ciudad de sus dominios y desde entonces Salerno se
convirtió en el gran centro de la enseñanza de medicina.
En el sur de
Francia, en tierras del Languedoc, se destacó la Universidad de Montpellier,
frecuentada por estudiantes que provenían de Italia y de las tierras musulmanas
de España. Sus escuelas de medicina fueron célebres ya en el siglo XII. Juan de Salisbury, obispo de Chartres,
asegura que en su tiempo Montpellier era tan concurrida como Salerno por jóvenes
que querían aprender el arte de curar.
El
movimiento de creación de nuevas Universidades se hizo más intenso a partir de
mediados del siglo XIII. En el curso de este siglo abrió sus puertas la Universidad
de Oxford, la primera de Inglaterra, muy semejante, en su organización, a la de
París, si bien diferente de ella por su notoria inclinación a lo pragmático,
tan típica del espíritu inglés, que con el tiempo daría origen al empirismo y
al nominalismo que se vislumbra en Duns Scoto y se manifiesta en Ockham. Pronto
surgió la Universidad de Cambridge, como resultado de la emigración de un grupo
de profesores y de alumnos de Oxford.
Junto a
estas Universidades, que aparecieron de manera espontánea, siendo luego oficialmente
reconocidas, comenzaron a surgir Universidades creadas directamente por algún
gran personaje, religioso o político. Son, así, de iniciativa real las primeras
Universidades de la Península Ibérica, todas ellas del siglo XIII: Coimbra,
fundada por el rey Dionis; Palencia, creada por Alfonso VIII, rey de Castilla.
Pero la gran universidad fue Salamanca, erigida por Alfonso IX hacia 1220,
cuyos privilegios confirmó el rey S. Fernando, y a la que el Papa Alejandro IV
declaró uno de los cuatro Estudios Generales del mundo.
Frente a
este abanico de Universidades, los estudiantes elegían según la rama que más
les atraía, y a la que querían dedicar su vida, aunque la casa de estudios
estuviese lejos de su lugar de residencia. Las Universidades eran cosmopolitas.
La de París, por ejemplo, albergaba estudiantes de todas las naciones, al punto
que se formaron en ella diversos grupos según las proveniencias –los picardos,
los ingleses, los alemanes y los franceses–, que tenían su autonomía, sus representantes
y sus actividades propias. También los profesores provenían de todos los
lugares de la Cristiandad: Juan de Salisbury vino de Inglaterra; Alberto Magno,
de Renania; Sto. Tomás y S. Buenaventura, de Italia... Y los problemas que
estaban sobre el tapete eran los mismos en París, Edimburgo, Oxford, Colonia o
Pavia. Sto. Tomás, oriundo de Italia, expondrá en París una doctrina que había esbozado
escuchando en Colonia las lecciones de Alberto Magno.
Este
conglomerado tan heterogéneo de profesores y estudiantes se entendía gracias a
una lengua común, el latín, que era el idioma que se hablaba corrientemente en
la Universidad. El uso del latín facilitaba el trato entre los estudiantes,
permitía que los profesores se comunicasen entre sí y con sus alumnos, disipaba la imprecisión en los conceptos,
y salvaguardaba la unidad del pensamiento. En París, el barrio que albergaba a
los estudiantes fue llamado por los vecinos «Barrio Latino», justamente por ese
común empleo de la lengua de Cicerón.
Justa, pues,
la expresión de Daniel-Rops cuando, refiriéndose a las universidades
medievales, escribió: «Bella unidad geográfica de la inteligencia, en la que
cada gran centro tenía asignado su papel, y en la que los intercambios recíprocos
se regulaban como con un propósito sinfónico» (La Iglesia de la Catedral y de
la Cruzada, 696).
El espíritu
sinfónico se reflejaba también en el carácter enciclopédico de la inteligencia.
Los estudios iniciales se ordenaban a la adquisición de una cultura general, propedéutica
necesaria para cualquier ulterior especialización. Hoy nos asombra la amplitud
de miras de los sabios y letrados de la época. Si bien sobresalían en una u
otra rama de los conocimientos, jamás pensaron que debían limitarse a ella. Hombres
como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y tantos otros, abarcaron realmente
todos los conocimientos de su tiempo. Nada más expresiva que la palabra Summa,
a la que con tanto gusto parecieron recurrir para titular sus obras
principales, en orden a explicitar la totalidad del conocimiento. Por otra
parte resulta sobrecogedora la fecundidad de aquellas personalidades: S. Alberto
Magno dejó 21 volúmenes de grandes infolios; Sto. Tomás, 32; Duns Escoto, 26...
b) Los
procedimientos académicos.
Los estudios
se distribuían en cuatro Facultades: Teología, Derecho, Medicina y Artes (artes
liberales). En las cuatro Facultades, la manera de enseñar era prácticamente la
misma. Antes de exponer dicho método, hagamos una acotación previa. Los
profesores de aquel tiempo, si bien enseñaban a razonar a sus alumnos y exigían
de ellos un gran esfuerzo intelectual, concedían gran valor al argumento de autoridad.
«Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes –decía Bernardo de
Chartres–. Así, pues, vemos más cosas que los antiguos, y más lejanas, pero
ello no se debe ni a la agudeza de nuestra vista ni a la altura de nuestra talla,
sino tan sólo a que ellos nos llevan y nos proyectan a lo alto desde su altura
gigantesca». Era una cultura fundamentalmente humilde.
El método
que se utilizaba incluía tres momentos: primero se tomaba un texto, las
«Etimologías» de S. Isidoro, por ejemplo, o las «Sentencias» de Pedro Lombardo,
o un tratado de Aristóteles, según la materia enseñada, y se lo leía pausadamente
–era la lectio–; luego se lo comentaba –era la quæstio–, haciéndose todas las
observaciones a las que podía dar lugar, desde el punto de vista gramatical,
lingüístico, jurídico, etc.; finalmente se discutían las posibles objeciones –era
la disputatio–. De allí nacieron las llamadas quæstiones disputatæ, cuestiones
en torno a las cuales se entablaba un debate, y que debían sostener los
candidatos al título ante un auditorio formado por profesores y alumnos,
durante el cual todo asistente podía tomar la palabra y exponer sus dificultades;
en ocasiones, dieron lugar a tratados completos de filosofía o de teología.
Una
costumbre que contaba con general beneplácito era la de los quodlibetalia, o
discusiones libres sobre un tema cualquiera. Señala G. d‟Haucourt que la costumbre de decidir después de haber pesado los pros y los
contras, creó en el hombre medieval hábitos de libertad y de precisión. Los
varios siglos en que dicho hombre se acostumbró a razonar con rigor lógico
contribuyeron evidentemente a aguzar el instrumento de la inteligencia que se
había embotado durante la época trágica de las invasiones. Afinados,
adiestrados con este método, los hombres de la Edad Media vieron surgir entre
ellos algunos genios y los rodearon de alumnos que supieron escucharlos, comprenderlos,
admirarlos, y así los estimularon a expresarse y a dar su medida (cf. G. d‟Haucourt, La vida en la Edad Media, Panel, Bogotá, 1978, 77).
Terminado el
primer ciclo, el estudiante recibía el grado de bachiller, que le permitía
comenzar a enseñar, si bien de manera restringida, mientras seguía estudiando.
Luego, tras un examen general, venía la licenciatura, que lo calificaba para
ingresar en la corporación de los profesores y para dictar cátedra. Entre el
bachillerato y la licencia el alumno debía escuchar la lectura de varios libros
de Aristóteles, entre los cuales la Metafísica, la Retórica y las dos Éticas,
asimismo los Tópicos de Boecio, los libros poéticos de Virgilio y algunas otras
obras consideradas fundamentales.
El
doctorado, culminación del curriculum académico, era un título complementario y
más bien honorífico. Este subir por gradas de los estudiantes se parece al
camino que emprendía el hombre de armas para llegar a caballero; el aspirante empezaba
su entrenamiento sirviendo como paje o escudero a un señor, pasaba después a la
categoría de «bachiller», y finalmente recibía la espada al ser armado
caballero. También es comparable al proceso que seguía el artesano para acceder
al maestrazgo en su oficio; empezaba siendo aprendiz, luego ascendía a oficial,
y finalmente era aceptado en el rango de maestro. En el curso de una ceremonia religiosa
y solemne, el nuevo doctor recibía, con el birrete cuadrado, un anillo, símbolo
de su desposorio con la sabiduría; era una investidura análoga en su orden a la
estilada en la institución de la caballería o en la vida religiosa cuando el monje
pronunciaba sus votos.
La
Universidad fue la gran creación de la Edad Medía. De la de París, deslumbrante
de gloria teológica, se hablaba como de «la nueva Atenas» o del «Concilio
perpetuo de las Galias». Su Rector era todo un personaje; en las ceremonias oficiales
precedía a los Nuncios, Embajadores e incluso Cardenales; cuando el Rey de
Francia entraba en su capital, era él quien lo recibía y cumplimentaba. La
Universidad fue el gran orgullo de la Cristiandad."
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